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Licenciada en Conservación y Restauración de Bienes Culturales por la Universidad del Museo Social. Poseo formación en Bellas Artes, titulada Maestra de Dibujo y con un paso por la Universidad de Buenos Aires, donde completé la carrera de Diseño de Imagen y Sonido. Con cierta experiencia anterior en medios de comunicación, hoy en día realizo trabajos de restauración principalmente en patrimonio de madera. Asimismo, y en forma paralela, desarrollo mi producción artística en la plástica, indagando en técnicas y materiales; apasionada del color.

contacto: elsztein.j@gmail.com    

 

 

Referencias

[1] Amich Bert J. - Mascarones de Proa y Exvotos marineros - Buenos Aires, Librería editorial Argos, -1949

[2] Archivos históricos de Guildhall Library. Londres, Inglaterra

[3] Informe de intervención. Archivo del Museo del Fin del Mundo, 2004.

[4]  García Fortes S. y Flos Travieso N. – Conservación y restauración de bienes arqueológicos – Madrid, España, Editorial Síntesis, 2008 – Pp 218g.

[5]  Reacción química generalmente llevada a cabo con un catalizador, calor o luz, en el cual dos o más moléculas relativamente sencillas (monómeros) se combinan para formar una macromolécula en forma de cadena o polímero. (CALVO A. Conservación y Restauración. Materiales, técnicas y procedimientos de la A a la Z. Barcelona, España, Ediciones del Serbal, 2003. Pp. 256.)

*Nota del editor: para aquellos interesados en alguna lectura sobre mascarones de proa, la autora nos sugirió los siguientes títulos y sitios:

Libros

  • AMICH BERT J. - Mascarones de Proa y Exvotos marineros - Buenos Aires, Librería editorial Argos, -1949 – Pp. 52.

  • RONYN J. M. – The elements of archeological conservation – Londres, Inglaterra, Routledge Ed., 1990 – Pp. 326.

  • GARCIA FORTES S. y Flos Travieso N. – Conservación y restauración de bienes arqueológicos – Madrid, España, Editorial Síntesis, 2008 – Pp 218.

  • GONIK M. – Ushuaia, su museo marítimo. Etnografía marítima y arqueología naval. – Argentina, Zagier & Urruty Publicaciones, 2000 – Pp. 189.

  • PETERS A. Ships Decoration 1630 – 1780 - England, Pen & Sword Books Ltd., 2013 - Pp. 240.

  • UNGER A.; Schniewind, A. P.; Unger, W. – Conservation of Wood artifacts – Berlin, Alemania, Editorial Springer, 2001 – Pp.578.

Artículos

  • ALONSO OLIVERA A – “Conservación de madera arqueológica” en Conservación Insitu de madera arqueológica. Un manual. – México, Instituto Nacional de Antropología e Historia, 2001 – Pp 49-58.

  • BIGGERI E. – “Mascarones de Proa” en Boletín del Centro Naval - tomo 82, nro 664, Buenos Aires, Octubre-Diciembre, 1964 - Pp 525 -41.

  • FRAZZI P - “Conservación y restauración del material excavado” en Ushuaia. Arqueología, historia y patrimonio. Capítulo III – Buenos Aires - Aspha Ediciones – 2014 - Pp 95-102.

Páginas web

 

La mano del restaurador; protegiendo la memoria

Por Jaqueline Elsztein

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Ante todo, debo afirmar que amo mi profesión. Desde muy pequeña me encontré interesada por el arte en todas sus formas. Pero también la disciplina necesaria para aplicar en el uso de métodos y la exactitud y rigurosidad de la ciencia me cautivaron. Y aunque me llevó un poco más de tiempo descifrarlo -una carrera universitaria de por medio- la conservación y restauración fue sin dudas la respuesta a mis inquietudes.

 

Luego de completar mis estudios me encontré en la compleja tarea de emprender la investigación necesaria para desarrollar mi tesis y dar por cerrada la instancia de licenciatura.

 

El primer interrogante con el que me enfrenté fue definir cuál era el material que más me interesaba y a partir de allí encaminar mi búsqueda. Creo que aún no puedo dar una respuesta concreta a esa pregunta porque comprendí que lo que más me fascina de esta profesión es su carácter social.

 

Estoy convencida que esta profesión nos demanda, además de nuestra habilidad manual y conocimientos teórico-científicos, un compromiso con la memoria: aquello que conservamos y/o restauramos no es ni más ni menos que una huella tangible de la memoria de un pueblo o una cultura.

 

Volviendo a la búsqueda para la tesis, me encontré un día visitando el Museo del Fin del Mundo de la ciudad de Ushuaia, Tierra del Fuego, lugar del que provengo. Esa visita, allá por marzo de 2012, fue determinante para poder comprender ese carácter social que antes mencionaba. El Museo exhibe en su sala principal un mascarón de proa de un tamaño impresionante (cerca de cuatro metros y medio de largo) suspendido del techo.

 

Una vez más la memoria entró en juego: aquella pieza que volví a ver luego de muchos años no se parecía a la que recordaba de mis primeras visitas al museo a comienzos de la década del 90. Curiosa como siempre, decidí que no podía quedarme sin saber qué había ocurrido y en ese momento supe que allí estaba mi tesis.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Rápidamente me puse en contacto con el personal del museo y me permitieron acceder a los archivos y adentrarme en la historia de la pieza.

 

Los mascarones de proa son figuras ornamentales adosadas al frente de las embarcaciones. Su uso se remonta al Antiguo Egipto, siendo especialmente difundidos tiempo después por los comerciantes fenicios. Los vikingos, pueblo navegante por excelencia, también desarrollaron interesantes figuras. Usualmente se apelaba a animales feroces y bestias mitológicas con el fin de ser una amenaza para sus adversarios. Asimismo, las figuras femeninas han sido una constante: con la idea de convertirse en la patrona protectora del barco y sus navegantes estas damas solían corresponderse con el nombre de la embarcación[1].

 

El mascarón de proa, exhibido en el Museo del Fin del Mundo, formó parte del velero inglés Duchess of Albany. Su talla, inspirada en la princesa Elena de Waldeck-Pyrmont duquesa de Albania, fue realizado enteramente en Pinus Cembra L. conocido vulgarmente como pino blanco o pino suizo, una gimnosperma de los bosques del norte europeo. Es difícil precisar cuál fue el acabado que se le dio en su origen, ya que no se cuenta con registros precisos, pero por análisis realizados por el Museo del Fin del Mundo, se presupone que fue protegido con un barniz al aceite.

 

La embarcación, una de las últimas de la era de la navegación a vela, partió de Liverpool, Inglaterra en 1884 con destino a Valparaíso, Chile. El recorrido nunca pudo ser completado ya que en junio de 1893, ante circunstancias aún dudosas, el velero encalló en Península Mitre, al este de la Isla de Tierra del Fuego[2].

 

Fueron casi ochenta años que estuvo varado en la costa, expuesto al sol, el spray marino y las condiciones climáticas extremas de un clima subpolar. Recién en la década del 70 se halla un registro concreto que hace mención a la pieza: mediante una intervención judicial se denuncia el cercenamiento de la cabeza del mascarón de proa de esta embarcación y la sospecha de un vaqueano de la zona jugando al tiro al blanco con la misma. Rápidamente el gobernador de turno decidió iniciar una expedición hasta la península y recuperar el cuerpo del mascarón de proa para exhibirlo en el Museo, pronto a ser inaugurado.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

En ese momento -finales de la década del 70- las partes cuerpo y cabeza fueron re-ensambladas. Los responsables de dicha tarea fueron carpinteros locales que, valiéndose de sus habilidades en madera y su buena voluntad, devolvieron la unidad de la pieza y disimularon los hoyos de bala, realizando rellenos en el rostro.

 

Hasta aquí, se trataba de una historia conocida y relatada en las infografías que acompañan la pieza en el museo. Hurgando en mi memoria, recordé que de niña la pieza llamó bastante mi atención, no sólo por su magnitud, sino también por su rostro: el gesto amable de la dama se veía interrumpido por un color disparejo y veteado, casi manchado, dándole un contrapunto impactante. Años después comprendí que era el resultado de la decoloración de la madera debido a los años de exposición al sol. Cuando volví a encontrarme cara a cara con la talla de la duquesa, ésta mostraba un aspecto absolutamente uniforme en cuanto al color, muy cercano a un marrón anaranjado, y con una terminación brillante, muy distinta al aspecto natural que percibí en mis primeras visitas.

 

Pues bien, develar por qué la pieza se veía tan distinta implicó ahondar en los archivos del museo y resolver un misterio cómo podría hacerlo un detective.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Hurgando en los archivos, adentrándome en la historia y los pormenores del naufragio, me topé con un peculiar informe de intervención realizado en 2004. Allí estaba la clave. Aún recuerdo las palabras de un empleado de la institución que, notablemente acongojado y sin ningún pudor me dijo: “Le hicieron un liffting”.

 

Hacia mediados de ese año, una restauradora de oficio, haciendo referencia al acelerado estado de putrefacción y la falta de secado de la pieza, sugirió la urgente necesidad de intervenir la pieza[3]. Es cierto que hubo proliferación de hongos y bacterias, pero también es cierto que luego de cerca de 30 años de exhibición, la pieza logró un equilibrio con el entorno y pasó por un proceso de secado. Cabe mencionar que las bajas temperaturas de la ciudad de Ushuaia hacen que la calefacción se use a altas temperaturas, probablemente más altas que lo recomendado para el equilibrio medioambiental de un museo.

 

Los detalles de la intervención incluyen datos como la eliminación de partes blandas y podridas, el uso de lijadora y gubias para volver a dar forma a las tallas, la eliminación de rellenos y re aplicación de rellenos, entre otros.

 

Esta pieza es un bien de características arqueológicas, como bien lo define el Lic. García Forte, especialista en conservación y restauración y docente en la Universidad de Barcelona “Para que un bien sea considerado arqueológico, debe cumplir un ciclo que se puede definir en tres etapas: en primer instancia será una pieza de uso dentro de la cultura en la que se inscribe; luego, por abandono, desaparición de la cultura o eventuales acontecimientos, el objeto pierde su función y pasa a la categoría de arqueológico; finalmente su recuperación, ya sea por desentierro o rescate, lo resignifica como pieza de valor patrimonial, portadora de información potencial[4]”; por lo tanto de ningún modo se justifica una intervención cosmética.

 

De más está decir que, en nuestro compromiso profesional con la pieza, tanto en su materialidad como en valor documental, nada es insignificante. Ningún vestigio, por más deteriorado que esté, debe ser eliminado, ya que no es ni más ni menos que una huella de su historia.  

Finalmente, a la pieza se le aplicó un barniz de protección constituido por una mezcla de goma laca, aceite de lino y tinte oscuro. Sin lugar a dudas, este barniz era la clave definitiva del cambio de aspecto.

 

Los dos primeros componentes utilizados en la capa de protección presentan una coloración amarillo-anaranjada. Si a ellos les sumamos el tinte oscuro, sin dudas que el color de la pieza se ve modificado. Asimismo, ambos aportan brillo a la terminación.

 

Si bien el aceite de lino fue un material muy utilizado en el pasado para el tratamiento de muebles y maderas de destino náutico, no es admitido en el campo de la conservación-restauración ya que se trata de un material muy inestable.

 

A pesar de la pureza y el refinamiento con el que se desarrolle el proceso de obtención (a partir de semillas de linaza), es un material con un alto nivel de oxidación y mal envejecimiento. Como consecuencia se producen dos fenómenos principales: físicamente el material tiende a oscurecer, pasando del amarillo anaranjado a marrones muy oscuros que generalmente dificultan la visualización del objeto al que se lo ha aplicado; químicamente se produce el fenómeno de la polimerización[5], volviéndolo cada vez más quebradizo e insoluble.

 

Si tomamos en cuenta que la madera es un material poroso, con una estructura permeable, comprenderemos también que todo material que se le aplique en superficie, por más inerte que fuera, ingresará a sus poros y canales, haciendo de su eliminación total una tarea prácticamente imposible.

 

A esta altura de la investigación lo único que pude pensar es lo preocupante y peligroso que significa la intervención de nuestro patrimonio por manos inexpertas o carentes del conocimiento específico necesario. Es probable que el acabado del mascarón de proa continúe con su proceso de oxidación, volviéndose cada vez más oscuro e ilegible. Queda la posibilidad de iniciar un análisis respecto a la posibilidad de la remoción, al menos parcial, de este barniz e intentar recuperar algo del aspecto original de la pieza. Pero también esto implicaría someterla a un nuevo stress por lo que sería necesario evaluar si los potenciales logros lo justificarían. Conservar y restaurar no se trata de devolver un aspecto bello a los objetos, sino que se trata de proteger aquello que el día de mañana permitirá comprender las culturas pasadas.

 

Sólo puedo volver sobre mi reflexión inicial, entendiendo que somos de alguna manera los protectores del patrimonio material que conserva la historia de nuestra cultura. Nuestra profesión carga de un compromiso, no sólo artístico y científico, sino también filosófico. Sin un registro documental, cómo podríamos haber conocido a las antiguas civilizaciones. Sin la preservación de de esa herencia material, cómo habríamos conocido las maravillas desarrolladas en el Antiguo Egipto, o en Grecia o en Roma. Sin la conservación del patrimonio actual, cómo podrán las civilizaciones futuras conocer un poco más acerca de los antecesores.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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